jueves, 11 de diciembre de 2008

Microselecciones


Como el Almendro, vuelven a casa por Navidad las liturgias inmemoriales que perpetúan nuestra cultura casposa: el pre-puente del 6 y 8 de diciembre, que permite a los conductores imprudentes adelantar la tarea de matarse a 180km/h sin coger el atasco de la Operación Salida de Navidad; la iluminación festiva, últimamente instalada a finales de agosto y que, cual destellos de Pokemon, provoca espasmos compradores; el sorteo del 22 y la correspondiente exaltación etílica de los premiados en todos los Telediarios rodeados de botellas de Freixenet vacías; el monarca la noche del 24, cada vez más hierático, contradiciendo a los expertos en programación (con un programa lento, lento… hace una audiencia maja) y a los asesores de imagen (si con su manera de hablar ha llegado a Jefe de Estado, ¡es la esperanza de Mariano Rajoy!); Nochevieja, momento en el que demostramos ser el único pueblo “civilizado” que necesita que le enseñen 80 veces en la vida cómo da las horas un reloj de campanas (y aún así, siempre hay algún milloncejo de nécoras que se comen los cuartos – menos mal que dar las horas no computa en el informe PISA –); y la parafernalia de los Reyes Magos, con su cabalgata, en la que comprendemos cuán profundo es el racismo en este país: miles de ciudadanos liberales y decentes dicen que España está llena de negros, pero luego resulta que se coge a un concejal y se le pinta cutremente de betún para hacer de Baltasar. Incomprensible.
En los últimos tiempos, un nuevo evento aspira a incorporarse a toda esta liturgia descerebradamente navideña: los partidos de las selecciones autonómicas de fútbol. Hay que entenderlo: es la manera que tienen los gobiernos autonómicos de reclamar su cota de estupidez dentro del maremágnum de chorradas patrias. Pero no crean ustedes, no es la celebración de esos insulsos partidos “Cataluña vs Swazilandia” lo más hilarante/humillante. Lo peor viene después, cuando se desata la “polémica”. Entre comillas, porque lo que se dice interesar, interesa poco: menos mal que los inmigrantes responden a la llamada de sus colores y medio-llenan las gradas de los estadios. Pero sale en todas las noticias, claro. “Euskadi pide poder competir en torneos internacionales”, “La Xunta de Galicia afirma que negociará la posibilidad de disputar partidos internacionales” y bla, bla, bla. Demasiada tentación para los eruditos “opinadores” del país, que no tardan en rasgar sus vestiduras y expresar que esta situación es inaceptable, y que posibilidades como la que se reclama son inauditas en otros países. Y ahí aparece la gravedad. Porque no hay nada más atrevido que la ignorancia, aunque sea exhibida por egregios conservadores.
Consideremos el caso del Reino Unido de Gran Bretaña, noble y educado Estado, miembro de la Union Europea, otrora socio del inefable Aznar, Monarquía parlamentaria en la que la nuestra se quiere mirar, y amante del pastel de carne. Es un país asumible, vecino no muy lejano, algo carca, destino profesional de muchos de nuestros licenciados e ingenieros (cobran más y no los chulean), y referencia en muchos aspectos, sobre todo en fútbol, pues son los inventores del asunto y el lugar donde se juega la mejor liga del mundo (diga lo que diga el Marca). Pues bien, en el país creador del deporte de las patadas al cuero inflado, no existe una Selección Británica de Fútbol, sino cuatro selecciones pertenecientes a otras tantas naciones (¡uy!, apareció la palabra prohibida) englobadas en el Estado británico: Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte compiten, por separado, en competiciones internacionales de selecciones. Es por ello que sucede, con cierta frecuencia, que se enfrentan en un partido Inglaterra vs Escocia, dos selecciones pertenecientes al mismo Estado. Si dos de ellas se clasificasen para un Mundial o Eurocopa, en cuartos de final podrían enfrentarse. Imagínense esto en versión hispana: un España vs Cataluña en cuartos sería una convulsión nacional, sobre todo si gana Cataluña (previsiblemente sucedería, porque el delantero estrella sería Raúl o algún otro inútil jugador nacido en la Comunidad de Madrid, que para ídolos balompédicos hasta un madrileño se siente nacionalista).
Alguien que lea esto pensará que Gran Bretaña no es una referencia, porque es un país de tradiciones arraigadas. Pero esta burda excusa no sirve en el caso de la fragmentación de selecciones británica: la decisión de jugar al fútbol con combinados independientes es relativamente reciente, y no se debe a ninguna tradición histórica. A las Olimpiadas, por ejemplo, concurren con un equipo británico unificado, en todas las especialidades. Al rugby, por otra parte, se aplica el mismo modelo de selecciones partidas, con una peculiaridad: a Inglaterra, Escocia y Gales se enfrenta la selección de Irlanda, que agrupa (¡oh, sorpresa!) a Irlanda del Norte (parte del Reino Unido, como el conflicto con el IRA nos recuerda tristemente cada cierto tiempo) con la República de Irlanda. Es decir, como si la selección gallega de fútbol se fundiera con la selección de Portugal para jugar un mundial. Aquí sería el Armagedón. El rugby, ya se sabe, es un deporte provocativo: las selecciones británicas se enfrentan, además, a Francia e Italia en una prestigiosa competición internacional denominada Torneo Seis Naciones. ¡Madre mía, que osadía! ¿Cómo su Graciosa Majestad permite semejante exaltación de “nacionalismos periféricos”? Simplemente, porque el deporte es entretenimiento, no política. Nadie hace un drama de ello, porque PP sólo hay uno, y es patrimonio de España.
Hay muchos más ejemplos, aunque menos llamativos. Los Estados Unidos de América, estado federal, por cierto, permite que varias regiones de su territorio compitan a nivel internacional de manera independiente, como por ejemplo las Islas Vírgenes, y todos esos archipiélagos que nos alucinan con sus carteles en los desfiles inaugurales de los Juegos Olímpicos (“¿desde cuándo Islas Vírgenes es un país?” es la pasmada pregunta del españolito medio) y con sus hormonados velocistas en los 100 metros lisos. Sería como si Canarias compitiese de manera independiente a España en un deporte en el que, objetivamente, son mejores. Y no pasa nada, porque en los muy nacionalistas Estados Unidos, la población no se rompe la cabeza con tonterías. Puerto Rico, bella isla, patria chica de Ricky Martin y de otros tantos millones de emigrantes dispersados por el mundo, es, de hecho, un estado asociado a los Estados Unidos. Tuve la fortuna de celebrar con un profesor universitario del estado de Nueva York la victoria de Puerto Rico a la selección USA de baloncesto en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004: el catedrático, portorriqueño de nacimiento, me explicó que para ellos era un símbolo de victoria sobre la metrópoli. Pero, como es lógico, no se desató ninguna revolución. Los anhelos independentistas sólo crecen ante la negación de derechos. Todo quedó en un “chúpate esa” bastante civilizado.
En España siempre han existido selecciones autonómicas. Las hay en taekwondo, karate, atletismo, y sí, también existen en fútbol, aunque en categorías inferiores. Son grupos de chavales que destacan en su comunidad en un deporte de masas sabiendo que, cuando dejen de ser alevines, no tendrán ninguna alternativa de jugar en “la roja”, salvo que fichen por el Real Madrid, el F.C. Barcelona, o algún club con el que el seleccionador de turno simpatice. Otra alternativa sería jugar en un grande de la Premier League inglesa, pero eso está igual de difícil, o peor porque hay que hablar inglés. Para ellos, jugar por Andalucía o Valencia supone la única ocasión de su vida de, quizás, defender a Eto’o durante 30 minutos. Las microselecciones serían un trampolín para ellos, además de una publicidad estupenda para las autonomías. Fíjense en Islas Feroe, de cuya existencia nadie se acuerda hasta que llega la clasificación de la Eurocopa. Por cierto, las Islas Feroe son parte de Dinamarca, pero también compiten por su cuenta, y no en el combinado nacional. Un nuevo ejemplo de eso que los “opinadores” aseguran a millones de oyentes incultos que “no sucede” en otros países “normales”de nuestro entorno. No sé a qué distancia se creen estos capacísimos próceres que está Dinamarca, pero mientras lo miran en un mapa, podían dejar de molestar con ridículos debates.
Si las federaciones deportivas internacionales dan su visto bueno, las selecciones autonómicas son factibles. Seguirán sin despertar mayor interés, seguirán cubriendo el cupo a base de jugar una vez al año contra países cuyos emigrantes (inmigrantes en España) pagan para ver a sus millonarios conciudadanos dar un repaso en el césped a los paisanos de sus empleadores y empresarios. Y así, los gobiernos autonómicos tendrán su parcela de absurdo en lo inútil de las festividades navideñas. Bien pensado, los contertulios conservadores deberían apoyar las selecciones autonómicas: es una manera de perpetuar su profesión regalando incoherencias en los medios de comunicación. De lo contrario, quizás se terminen sus temas de polémica.
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"Cada nación se burla de las otras y todas tienen razón". Arthur Schopenhauer

jueves, 4 de diciembre de 2008

Jugar al gato y al ratón


Como ciudadano español, reciente, a la par que periférico, nada me parece más urticante que la expresión “país de pandereta” aplicada a la piel de toro. Escuece por malintencionada, pero escuece todavía más por real. Un ejemplo de ello ha sido el trato dispensado en la última década a un problema tan sensible como el del terrorismo, algo serio, que cuesta vidas humanas que, como siempre sucede con una vida, son inocentes. Un año con un solo muerto por terrorismo es igualmente dramático que uno con veintidós, y da igual tregua o no tregua: el dolor es el mismo, aunque toque a más personas de manera directa. Y acabamos de tener otro, otro inocente más que mañana no va a desayunar, no va a leer el peródico, no se va a poner las zapatillas, porque se le acercó uno que escondía una pistola.

Para combatir este cáncer de nuestra sociedad, ya convertida en mafia, el muy avezado exgobierno Aznar planteó en su día una Ley de Partidos. No era mala idea, y parecía lo más cabal. Se trataba sobre todo de cortar el grifo de dinero público a un grupo de personajes pseudopolíticos, sinvergüenzas que encubrían y recaudaban en nombre de los asesinos, desde despachos oficiales. El problema fueron los términos, muy propios de aquella administración y sus bigotes, siempre pensando en electoralismos y marcar fronteras "fáciles": todos nos conocemos el tema de que todo partido democrático debía condenar el terrorismo, etc. Vago y amplio, polémico e inexacto, el presidente Aznar exigía de las gentes de bien gestos ampulosos en pro de la vida. Nada que objetar, sino fuera tan resbaladizo como estamos viendo ahora.

Es posible que hoy día, dos legislaturas después, no se recuerde adecuadamente. Pero en aquellos días se ejercieron verdaderas carreras de sprint para condenar velozmente cada bomba, cada tiro, cada cajero chamuscado por la mafia vasca. Si un partido tardaba demasiado, podía ser cómplice. Y luego nos volvimos más exigentes: sí, de acuerdo, han condenado, pero no han sido suficientemente contundentes. Como si tuviera alguna lógica calibrar el grado de adhesión con la libertad a vivir de todos los españoles, el sinsentido siguió adelante: ya no basta con condenar, porque además no puedes reunirte, hablar, o saludar a alguien que tenga que ver con los terroristas. Porque ellos, los terroristas, nunca han dejado dudas. Su actitud ante los atentados siempre es la misma: callan groseramente, como el vecino al que saludas en el ascensor, a escasos diez centímetros de su abrigo, y mantiene su boca cerrada como una estatua de sal.

El diario El Mundo abría edición sorprendiéndose de la actitud de los compañeros de mus de la última víctima del terrorismo. Tengo buenos amigos vascos, y quizás será por eso que a mi no me sorprende. En un pueblo "abertzale" como Azpeitia (100% partidos nacionalistas en el ayuntamiento, gobernado por ANV) es normal que las víctimas tomen café al lado de quien podría ser su delator mortal. Y pueblos como Azpeitia hay muchos en Euskadi. Ese es el gran fallo de la Ley de Partidos, que obvia a los miles de personas que consideran que "esa" es la vida "normal" de un vasco: ir a tomar el café y echar el mus hasta que un día te maten porque un vecino, quizás compañero de partida, te delate.

Un buen amigo y gran músico me contó no hace mucho, hablando del terrorismo vasco, una historia digna de leer. En su pueblo, su padre (concejal del PSOE) juega a mus con el párroco (filo-nacionalista), el alcalde (PNV) y el líder del grupo abertzale en el concejo. Los cuatro se conocen desde que eran niños. Y el concejal abertzale, siendo preguntado en una ocasión durante la partida, confiesa al padre de mi amigo que quizás un día les diga a los pistoleros dónde aparca los viernes al volver del trabajo. "Si hace falta" es la frase textual que mi amigo y su padre llevan tatuadas en su nuca. Aplíquesele ahora una Ley de Partidos a semejante realidad.

Aquella Ley y su envenenado y equívoco espíritu fueron el legado más espinoso que “el artista anteriormente conocido como ZP” (ahora “Z”, a secas) tuvo que torear al llegar a Moncloa. Una Ley en la que no creía, pero que debía hacer cumplir para quedar bien, para poder luego negociar la tregua, ilegalizando los partidos "sospechosos".

El baile de siglas desde entonces (HB, ANV, PCTV...) ha hastiado a los más razonables en los últimos años. El alfabeto ya se agota. Lástima que el euskera no tenga media docena más de letras. Mismos perros, diferentes collares. Infinitos collares. Algo que todos tenemos claro, pero… ¿de qué ha servido? Solamente pone de relieve las incoherencias de un sistema pensado por Aznar en términos miopes, de la misma manera que sólo quería ganar votos cuando hablaba de la derrota policial del terrorismo: cualquier persona razonable que conozca levemente el problema sabe que no hay cárceles en España para encerrar a todo el entramado (económico, político,social) de los asesinos, y que el tiempo que la banda tarda en reclutar a un nuevo descerebrado capaz de empuñar una pistola es mucho menor del que tarda la Policia en entrullarlo. Y encima, ya vemos que cada víctima lleva aparejadas "promesas de disolución" de grupos municipales. Pero eso ya lo hemos escuchado antes, y luego resulta que todavía quedan ciento y pico ayuntamientos con terroristas sentados en el pleno.

Seamos realistas. Aunque nos cueste comprenderlo, los asesinos tienen detrás una masa social de algunos miles de personas. Una verdadera estructura mafiosa, con familias implicadas. Nunca les ha costado excesivo trabajo elaborar una “lista blanca” para sus diferentes marcas electorales, porque siempre habrá alguien suficientemente “limpio”. Es así como llevan décadas operando todas las demás mafias europeas. Pero al PP, ahora en la oposición, nunca le basta, y por ello ha presionada para obligar al PSOE a que, desde el Gobierno, emprenda la apertura de miles de expedientes de “limpieza de sangre” equivalentes a los de la Inquisición contra los judíos y musulmanes, siempre en persecución de la última treta de los terroristas. Y no parece que funcione, aunque siempre queda el supuesto de que el Gobierno no lo esté haciendo del todo bien, logicamente.

Los jueces sabrán como evalúan, shakespirianamente, si una persona “es o no es” parte del entramado terrorista. Si oculta una pistola entre sus dedos. Recientemente la Audiencia Nacional ha tenido que reducir penas a gente de la kale borroka porque no pueden poner sobre la mesa hechos para empapelarles.

Seguramente habrá también afiliados al PNV, al PSOE, al PP, a otros partidos legales, que tengan un cuñado abertzale. ¿Pasan a ser sospechosos? ¿Habrá que ilegalizar también estos partidos? ¿Y los votantes? ¿votar a una plataforma “fantasma” de los terroristas no equivale, acaso, a subvencionar sus bombas? ¿Deberemos procesar y empapelar a miles de personas por haberles votado? Si es así, ya deberíamos ir empezando.
Malo es el rumbo de una democracia que lucha contra sus amenazas ilegalizando partidos, por mucho que sus miembros lo merezcan. Suena a medida desesperada, huele a solución banal. Y lo peor es que ese camino tiene principio, pero nunca tiene final.

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In memoriam Ignacio Uría, y los demás.


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El mayor crimen está ahora, no en los que matan, sino en los que no matan pero dejan matar. José Ortega y Gasset